Editorial
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En México, cada 15 de septiembre la plazas públicas se visten de verde, blanco y rojo. Se encienden los fuegos artificiales, se entonan los himnos a la patria y el eco del “¡Viva México!” retumba como si de un conjuro se tratara. La tradición nos dicta que ese grito es símbolo de libertad, orgullo y unión nacional. Sin embargo, ¿qué significa gritar “¡Viva!” cuando en las calles el silencio de la violencia es más fuerte que cualquier cohete de pólvora?
La realidad no se detiene para dar paso a la fiesta. Mientras las autoridades ensayan en los balcones, las cifras de asesinatos, desapariciones y desplazamientos siguen sumando. Los mexicanos vivimos en un país que presume independencia, pero donde miles de familias no tienen independencia ni para salir de sus casas sin miedo. La pregunta, entonces, no es si debemos festejar, sino qué estamos festejando.
Porque la violencia no da tregua. Cada día desaparecen hombres, mujeres y niños cuyos nombres apenas alcanzan a figurar en una ficha de búsqueda. Las madres buscadoras recorren cerros, campos y baldíos, armadas solo con palas, picos y una fe que se erosiona al mismo ritmo que sus cuerpos. Ellas son las verdaderas patriotas, las que aman a México no desde el discurso, sino desde la necesidad de encontrar a los suyos. Ellas enarbolan una bandera desgarrada, pero honesta, y no necesitan un balcón ni reflectores para recordarnos dónde está la verdadera deuda con la patria.
¿De qué sirve gritar “¡Viva México!” si quienes gritan justicia son ignorados? ¿Cómo pedir unidad nacional cuando el Estado mismo divide entre víctimas reconocidas y víctimas invisibles? La congruencia exige que el festejo no sea un disfraz de orgullo, sino un acto de memoria. El grito tendría sentido si incluyera a las voces silenciadas por la violencia, si resonara con el nombre de cada desaparecido, con la dignidad de cada madre que no se rinde, con la esperanza de un país que se resiste a normalizar la barbarie.
El patriotismo no debería medirse en banderas ondeando una noche, sino en la capacidad de un Estado para garantizar justicia y vida digna a su gente. Y en ese terreno, México sigue en deuda. Celebremos, sí, pero con memoria. Festejemos, pero sin olvidar que hay quienes no tienen motivos para encender luces ni para bailar al ritmo del mariachi.
Un grito vacío no construye patria. Un grito que se acompaña de verdad, justicia y memoria, sí. Si no podemos gritar por ellos, entonces la pregunta es inevitable: ¿un grito para qué?